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ISSN 1989-4163

NUMERO 15 - SEPTIEMBRE 2010

La Rebelión

Gilda Manso

Un conocido tenía un perro al que le había enseñado a hacer sus necesidades fuera de casa. Solamente fuera de casa. Cuando el perro tenía que hacer pis y caca, aguantaba las ganas hasta que el dueño podía sacarlo a la calle. Un día, el dueño no estaba. El dueño tardaba en regresar a casa. El perro estaba solo, y tenía ganas de hacer caca. Muchas ganas, tenía. El perro, entonces, saltó por el balcón.
Éste es el final de la historia.

Dentro del perro se libraba una batalla: lo que se es contra lo que se aprendió a ser. Lo que se siente contra lo que se aprendió a sentir. Lo necesario contra lo socialmente correcto. Lo biológico contra lo adquirido. Y es obvio que venció lo segundo.

Tal vez parezca demasiado rimbombante toda esta introducción para hablar de un perro que quería hacer caca, pero hay tres motivos que lo avalan. Primero: hay gente que ama a los perros y seguramente se siente conmovida al leer esto; segundo: al perro de la historia la mala elección le costó la vida; tercero: nosotros, los humanos, hacemos lo mismo.

Ejemplo: nuestro cuerpo, el único que tenemos, nos pide una porción de torta de chocolate. Sentimos la necesidad de chocolate. Sin embargo, como aprendimos que la belleza vale más que la salud y que para ser bellos debemos exhibir una delgadez absurda, la torta de chocolate es reemplazada por una galletita de agua. Incluso hay personas que lo llevan más allá: entre un michelín en el abdomen y una desnutrición voluntaria, optan por lo segundo. Y no hace falta aclarar cuál de las dos opciones es la más saludable, cuál nos hace vivir mejor, cuál nos beneficia y cuál nos perjudica. Optar por no comer es otra forma de saltar por el balcón.

Otro ejemplo: nuestro corazón, que es cursi pero sabe un par de cosas, nos dice que el amor está por encima de cualquier formalismo. Que entre el amor y la etiqueta, se debe priorizar el amor. Sin embargo, como aprendimos que la familia correcta está formada por mamá, papá, dos o tres hijos perfectos y un perro que nunca haga caca adentro, y que cualquier cosa que se salga de esa línea está mal y es pecado y es una aberración y es una provocación del Diablo, nos oponemos al matrimonio entre personas del mismo sexo. Y en esa oposición hay algo que nos hace ruido, porque sabemos que oponernos está mal, pero biológicamente mal, como saltar por el balcón en vez de manchar la alfombra, como jugar con la desnutrición para evitar dos kilos de más. Oponernos al amor y a los derechos humanos no es parte de nuestra biología, y lo sabemos. Lo sentimos. Es la batalla interna que no acepta tregua porque hay demasiado en juego.

Algún día, no obstante, esa batalla finalizará. Ese día, auguro, está más cerca que antes. Hay una rebelión adentro, acá adentro, adentro de las personas de buena intención, que lucha por la supremacía del instinto. El amor, que es cursi pero sabe un par de cosas, estará por encima de cualquier forma. Los saludables cuerpos renacentistas poblarán, felices, las playas y las veredas. Y los perros serán fieles y obedientes pero también, llegado el caso, valerosamente irreverentes.

La rebelión

 

 

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